jueves, 26 de noviembre de 2009

Preludio en mayo



Terminó el preludio. Y comenzó el discurso: los teléfonos callan tan bien como asesinan. Y yo estaba muerto, asesinado en el sofá silencioso. La casa toda transpiraba ausencia. Los espejos en el baño me reflejaron: yo era un cadáver frente al abismo. Mi abismo. Sin embargo, la noche era hermosa e incluso mi mueca de fósil podría semejar una sonrisa en mi rostro sin color. Salí al mundo pues, con mis galas de espectro. Todo fue muy sonoro, espléndido, con luces de colores y fuegos de artificio, pero a la conclusión una multitud, inmutable, aplastó mi cuerpo, y con indiferencia de plaga caminó sobre mis restos. Alcé como pude unas palabras, que nacieron quebradas, rotas. De vuelta a casa las fui reconstruyendo. Las palabras eran una frase. Tenía exclamaciones, acentos, entonación. Tildes en su sitio. En una calle solitaria la recité bien alto, y sonó su eco en el vacío. Una esquina de destellos me susurró entonces campos de batalla, me animó a la guerra. Grita, y volverás a ser, la vi decir. Pero era mayo. Un mayo bañado en domingo, que invita más bien a la guarida. Ya en casa yací en paz. Y tuve pulsaciones, casi nostalgias. Mañana es lunes, me dije, y lo grité a media noche. Mañana es lunes, y he llenado de palabras los bolsillos.

(Versión en prosa [Para el Taller literario Fernando Quiñones] del poema No quiero odiar)

Foto: jose rasero

martes, 24 de noviembre de 2009

5 - La doctora Bermejo



La doctora se presentó a las once, tal como había anunciado la enfermera. No usaba bata ni atavío alguno que la identificase como tal. Vestía una camisa de tela celeste y unos pantalones vaqueros, muy ceñidas ambas prendas a un cuerpo espigado y resultón. Sobre el bolsillo de la camisa sí llevaba prendida una  pequeña placa identificativa donde podía leerse: Dra. Clara Bermejo Gisbert, Colegiado 3934, Sevilla.
Era una mujer de unos cuarenta años, de una belleza vaporosa y serena que reflejaba una vida ejercitada sin demasiados sobresaltos, una existencia en la que los proyectos se habían ido cumpliendo en los plazos correspondientes, fruto de un carácter esforzado y perseverante.
-Buenos días, señor Parra –saludó, con una sonrisa profesional- veo que se encuentra bastante recuperado, ¿no es así?
-Badián Parra nació en la ciudad de Barcelona el diecinueve de setiembre, día de los santos Jenaro y Próculo... –soltó irremediablemente Badián.
-Vaya, no está mal como información, pero ¿y eso de hablar en tercera persona?
-Tengo problemas de comunicación.
-Ya veo. En fin, Badián, ¿me permites que te tutee, verdad? Correcto. Mira, primero te informaré de las circunstancias de tu llegada al centro. Después veremos cómo están las cosas ahora, y qué podemos hacer, ¿de acuerdo? Me imagino que no recuerdas nada de cómo llegaste hasta aquí ¿no es así?
-Nada –contestó Badián, mirando entre avergonzado y con cierto embeleso a la doctora Bermejo.



Así pudo conocer Badián cómo dos noches atrás, a eso de las once, hora en la que el centro ya se encuentra cerrado al exterior, una de las enfermeras de guardia escuchó fuertes golpes y voces provenientes de la entrada principal de la clínica. Alarmada, avisó rauda a la otra compañera de vigilancia y las dos se dirigieron cautelosas al lugar del que continuaban llegando ruidos, que una vez estuvieron junto a la puerta parecieron desvanecerse de pronto. Laura, la más joven, abrió una pequeña portezuela situada a la altura de los ojos y examinó el exterior. Hay un joven tirado en el césped, comunicó con inquietud a su compañera Águeda. Vamos a ver qué le ocurre, contestó ésta. No sin recelo franquearon la entrada y, al tiempo que Laura se acercaba al joven, Águeda echó una ojeada al descampado que rodeaba el edificio, viendo entonces cómo un coche se alejaba en la oscuridad con las luces apagadas. No sé por qué hacemos esto, cualquier día nos llevamos un disgusto, protestó Águeda acercándose a su compañera.
-Son unos cabrones, unos cabrones, -mascullaba con voz fangosa el joven, al tiempo que intentaba incorporarse, cosa que no consiguió debido al lamentable cuadro etílico que presentaba.
Entre las dos y con gran esfuerzo introdujeron el metro ochenta y los setenta y cinco kilos de embriagada lozanía en el interior y los recostaron en un banco.
-¿Has visto esa cara? -inquirió atónita Laura.
-Vaya monstruosidad -sustantivó Águeda echando el cerrojo a la entrada- Aunque tiene un cuerpo que quita el hipo -concluyó.
-¡Me han robado esos hijos de puta! -clamaba turbiamente el beodo Badián.

Foto: jose rasero


Nota del autor: para facilitar la lectura, e ir desde el principio hasta lo último publicado, a la derecha tenéis un enlace en el que podréis leer, releer, subir o bajar con mayor facilidad. Haced clic sobre la imagen justo encima de: "Donde se cuentan las ocurrencias..."

lunes, 23 de noviembre de 2009

Cosas de aquí - 3


Siete toros se escapan en pleno centro de Cádiz durante el rodaje de "Knight and Day"

Fotos: jose rasero

domingo, 22 de noviembre de 2009

mIrAnDo HaCiA aRrIbA...



Foto: jose rasero

(La Colección: en el enlace de la derecha o "clicando" en el título))

martes, 17 de noviembre de 2009

4 - De espejos, deseos , terapias y tipejos

Foto: jose rasero (Detalle de un De la Herrán)

Cuando despertó -el mundo sumido en la difusa línea que anuncia el amanecer- sus pasos le dirigieron oscilando al pequeño baño de la habitación: los efectos de la píldora nocturna aún se dejaban notar. Recomponiendo vagamente los sucesos de la noche anterior, y ubicando entre bostezos las piezas de lo real en su sitio, sus manos humedecidas fueron recorriendo lentamente el rostro soñoliento frente al espejo.
Aquel rostro de siempre deforme, capricho genético y terrible de la naturaleza que esculpió aquellas facciones extremas, los desequilibrios imposibles, picassianos, decían algunos, aquel semblante burlesco. Y fue surcando, como tantas otras mañanas, con las yemas la piel ruda, anacrónica, aquella fealdad feroz de sus infortunios.
Entonces, mirándose fijamente al otro lado, expulsó:
-Badián Parra nació en la ciudad de Barcelona el diecinueve de setiembre, día de los santos Jenaro y Próculo, el año de mil novecientos noventa y uno.
Tras rebotar graves y huecas las palabras en las baldosas inmutables, las continuó repitiendo en su mente de forma circular, sin solución de continuidad, al tiempo que dejaba el pijama y los slips sobre una banqueta y se adentraba desnudo en el baño.
El brote suave y cálido de la ducha sobre su cuerpo silenció el encadenamiento de palabras y trasladó con levedad sus pensamientos hacia el recuerdo de la asombrosa danza nocturna de Rubí.
La imagen esplendorosa de la joven fue entonces objeto de toda su atención, fantaseando en su íntimo desvarío con escaramuzas amorosas en las que la alegre muchacha se entregaba a los juegos carnales de sus deseos más recónditos y furtivos, pero a poco aquella evocación de Rubí fue distorsionándose de manera casi imperceptible mientras él se aplicaba atávico a la labor necesaria, hasta desaparecer ella por completo, y conformarse en su lugar y con tremenda nitidez -para su espanto- la presencia aceitosa de Madame Clora sobre su entrepierna.
Una explosión anticipada y traumática hizo de él un gusarapo hundido en la bañera, respirando a boqueadas húmedas.

Foto: jose rasero



Ya después, recobrándose aún de la perturbadora experiencia solitaria, esperaba ansioso Badián en su habitación que algo sucediera, que alguien le aclarase su, cuando menos, confusa condición hospitalaria. Que le trajeran, en fin, sus cosas, sus prendas, su maleta, su teléfono móvil.
Al poco llamaron a la puerta.
Una enfermera aséptica y distante traía su ropa lavada y planchada, y un gotero con suero para él. Sobre las once pasará la doctora, le informó, sin mirarle a los ojos, mientras soltaba las prendas sobre la cama y conectaba el dosificador a su vena.
¿Me acerca esa libreta?, solicitó entrecortado Badián, y así lo hizo ella, con la vista clavada en el objeto, sin concederle a él una mínima ojeada, y después desapareció.
Comenzó entonces Badián a escribir en el cuaderno aquellas palabras que había vuelto a repetir maquinalmente en su mente. Las anotaba una y otra vez, de forma también circular y aparentemente obsesiva.
Mas no era aquello una obsesión, o al menos, no un capricho adolescente y baladí, no un juego sin sentido.
Se trataba de una labor de la que había oído hablar hacía años, no recordaba ni a quién ni en qué manera, quizás a un visionario callejero, o acaso a un exitoso autor de libros de autoayuda, o podría deberse a los consejos de alguna amistad preclara, o tal vez a las palabras de una arpía televisiva y alucinada, imposible saberlo ya, una labor, en fin, empleada como método para sortear las ideas aciagas, los pensamientos destructivos, la parte oscura.
Y a Badián Parra le acosaban éstos implacables y de forma crónica desde que tenía uso de razón, causados sin duda por el odio despiadado engendrado y alimentado hacia su propio rostro, y los consiguientes trastornos que lo habían acompañado en el transcurrir de sus días.
Badián hizo suya esta práctica, y era desde aquellos tiempos su modo de proceder para ahuyentar las tendencias negativas.
Podía concentrarse por ejemplo en la descripción exhaustiva de un bello cuerpo de mujer, ya fuese vestido o desnudado por su imaginación, recordar con todo pormenor los movimientos y acciones que ejecutó en horas, días, meses e incluso años anteriores, también repasar muebles, objetos o detalles de cualquier espacio, cuchitril, bar o vivienda, enumerar los quehaceres que habría de realizar a lo largo de una jornada o recitar sin olvido algún poema de Benedetti o Ángel González o pasajes enteros de Cien años de soledad.
Mas en el momento de confusión absoluto en que se hallaba no se le habían ocurrido mejores palabras para concentrarse que aquellas de su nacimiento.
Encontrándose pues sumergido en la terapéutica y redundante labor apareció en la habitación uno de los apasionados del fútbol y de Rubí de la noche anterior.
¿Cómo andas?, le dijo con una voz cascada, delatora de viejas aguardentías. ¿Todo bien? Y Badián, saliendo de su abstracción, asintió con la cabeza, preguntándose qué carajo querría aquel tipejo.
Foto: jose rasero


Era un hombre de unos sesenta años, quizás algunos más, alargado, de una delgadez extrema, cabello y mostacho canos y una piel arrugada, como de cartón.
-¡Coño, sí que eres bien feo joputa! Otro más para el club –hablaba y reía y tosía, casi todo al mismo tiempo.
-Claro que tú, tú serás el jefe, mamón, qué digo el jefe, el papa de los papas de los repapas de los más feos del mundo entero, cabrón –y volvía a soltar una carcajada ronca y ruda, que le llevaba a toser penosamente.
-¿Tienes un cigarro? –interrogaba al cabo, recuperado de la convulsión.
Badián, en silencio todo el tiempo, ocultando el cuaderno bajo sus brazos, negó con la cabeza.
-Mierda… en fin, ¿y tú qué?, ¿eres mudo o qué? ¡Di algo, carajo!
-Sí… ya... ¿cómo acabó el partido? -formuló lacónico Badián.
-¿El partido? Bah. Y yo qué sé. Era una mierda de amistoso, no valía un carajo, lo que pasa es que aquí se mag-ni-fi-ca todo -respondió el hombre, subrayando intencionadamente aquellas sílabas de su gran palabra del día.
-Por cierto, chaval, llámame Tasca –demandó, ofreciéndole la mano, que Badián estrechó con fuerza, como le habían enseñado desde bien niño.
-Tú eres Badián, ¿verdad? –y Badián lo confirmó en silencio- Te escuché anoche decírselo a la niña… ah… la niña... –musitaba ahora el Tasca, con una expresión bobalicona y cómplice.
-...anda, cagón, ¿a que está buena la Rubí?, ¿verdad?, ya te la habrás cascado pensando en ella, seguro que sí.... porque, oye, ¿y tú qué edad tienes?
-Veinte –mintió Badián.
-Vaya, joder, me cago en los muertos. Badián, Badián, Badián, pues sí que tienes un nombre raro, coño –y diciendo estas palabras se esfumó por donde vino, dándole vueltas al extraño nombre.
Nota del autor: para facilitar la lectura, e ir desde el principio hasta lo último publicado, a la derecha tenéis un enlace en el que podréis leer, releer, subir o bajar con mayor facilidad. Haced clic sobre la imagen justo encima de: "Donde se cuentan las ocurrencias..."
P.D: cuando el tiempo y la "inspiración" me lo permitan iré adelantando entregas. Lo de los martes no ha de ser algo rígido. ¡Gracias a tod@s!

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Cosas de aquí



Foto: jose rasero

3 - Madame Clora


El silencio impregnó la estancia desde el momento mismo de la aparición de la enfermera-jefe, las palmas huyeron tras los sillones y el televisor fue apagado con insólita celeridad.
Madame Clora, que así se la conocía, era una mujer corpulenta, oscura en sus pensamientos y soberbia en el carácter. De rostro abotargado y altivo empujaba ahora con aire desdeñoso un carrito con botellitas de zumo y unos vasos de plástico con pastillas de diferentes colores en su interior.

Llamando por su nombre a cada uno de los enfermos les fue dispensando su medicación. Uno tras otro recibían y tomaban sus respectivas píldoras, tras lo cual se dirigían en callada procesión a sus habitaciones. Badián fue el último.

Asombrado ante el efecto devastador de aquella presencia en los hasta hacía un soplo felices alborotadores y viendo el porte de la misma prefirió postergar sus preguntas para un momento más propicio.
Madame Clora le puso en la mano un comprimido de color rojo, que él tomó sin rechistar ayudado por un trago de zumo de naranja, mientras la enorme mujer clavaba sus envanecidos ojos en él. La expresión de la enfermera jefe parecía traslucir un interés obsceno que el joven decidió pasar por alto. Como si nada dijo adiós y dirigió sus pasos hacia su habitación. Durante todo el trayecto a lo largo del mortecino corredor sintió aquellos ojos de baba recorrer en deseo su cuerpo, pues, aunque Badián era de rostro escandaloso en su fealdad, como se verá en adelante, lucía en cambio una figura acostumbrada a provocar turbadoras atracciones a su alrededor. Por fin dobló a la derecha y se introdujo en la habitación número 10, recordando entonces que no compartía ésta con nadie. Maldijo tal circunstancia. Con las alarmas encendidas se desnudó e introdujo en la cama, temeroso ante la posible aparición de la sanitaria. Por suerte, no sucedió nada y se durmió al instante.
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Nota del autor: las próximas entregas aparecerán los martes de cada semana.
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Foto: jose rasero
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lunes, 9 de noviembre de 2009

2 - Rubí

Hallándose inmerso Badián en esta silenciosa estupefacción hizo su entrada en la sala -llegando desde un balcón que hasta entonces le había pasado desapercibido- una jovenzuela hermosa que pobló de risas, piropos y complacencia venérea a todos los presentes, haciéndoles olvidar por completo los puntuales pormenores del deporte rey.
La joven se llamaba Rubí, lucía unas faldas cortísimas, y reía y cantaba todo el tiempo, como comprobaría más adelante Badián, rumbitas y flamenco la mayor de las veces. Animada por la entregada concurrencia se arrancó por unas bulerías de Camarón. Tirititando de frío bailaban cuatro gitanas por la orillita de un río, cantaba, y los demás la palmeaban y jaleaban con arrebato desmedido. Nada importaba que su afinación fuese decididamente defectuosa. Era, salvo las enfermeras, la única presencia femenina en aquel lugar. Al compás de mi guitarra canto alegre este huapango, y acompañaba el cante de un baile particular, repleto de giros sobre sí misma en los que mostraba generosamente parte de sus encantos, velados en una diminuta prenda interior, y sugerentes movimientos de caderas de alto calibre sexual. Todo ello lo remataba al final clavando una rodilla en tierra y abriendo los brazos de par en par, la vida, la vida, la vida es… es un contratiempo… los senos a punto de la explosión y la larga y negra cabellera cayendo sobre sus hombros desnudos.
Entonces el respetable aplaudía y echaba humo por todos los poros, los rostros encendidos en brasas de lujuria.
Badián, olvidando la revista sobre la mesa, había asistido al inicio del espectáculo entre sorprendido e incrédulo, pero pronto se dejó llevar por la exaltada belleza de la joven.
Ella se levantó bellísima, feliz en ser el centro de todas las babeantes miradas, y repartió besos y guiños saltarines a la tropa. Cuando se percató de la presencia de Badián su rostro expresó cierto desagrado por un instante. Forzando su habitual sonrisa se acercó hacia él y le ofreció un educado hola, ¿cómo te llamas?
-Badián.
-¡Qué nombre más raro! -rió nerviosamente Rubí- Pues bueno, ya nos vemos –zanjó sin más, y regresó hacia los demás sin otorgarle beso ni guiño alguno.
A Badián le pareció bien esta indiferencia, pues lo último que deseaba era convertirse en el centro de atención de aquel grupo y someterse con toda seguridad a dios sabía qué retahíla de curiosidades.
Y el grupo continuaba festejando con lisonjas y arrumacos varios a la muchacha cuando apareció por la puerta como una hecatombe en sordina la enfermera-jefe.
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Foto: jose rasero

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miércoles, 4 de noviembre de 2009

I - En la sala


La sala era amplia, funcional, de paredes blancas y cuadros anodinos. Badián Parra permanecía silencioso y prudente en un rincón, a la espera de que algún doctor o similar le aclarase qué hacía allí.
Sentado junto a unos anaqueles repletos de revistas del corazón, juegos de mesa y unos pocos libros en desuso, alcanzó una de aquéllas y simuló leerla. Al otro lado, arrellanados sobre un sofá y cuatro sillones de un escay rajado, los demás ocupantes de la sala, todos hombres, gritaban y hacían aspavientos frente a un televisor. Retransmitían un partido de fútbol de enorme trascendencia, o al menos eso creyó Badián observando mudo desde su revista a los que habrían de ser sus compañeros de internamiento. Finalmente sabría por uno de ellos que se trataba de un amistoso sin mayor importancia. Aquí todo se magnifica, le diría el que llamaban Tasca.
Badián permanecía paciente en su rincón mientras en su mente una laguna enfangada de imágenes sin sentido le impedía recordar lo sucedido los dos últimos días de sus dieciocho años de existencia. Se recordaba, eso sí, saliendo de Barcelona con infinita alegría en el auto de unos amigos que se dirigían a Madrid. Tras pasar noche en la capital se veía despidiéndose de aquellos y embarcando en el AVE hacia Sevilla, ya en solitario. Una vez en la estación de Santa Justa -ahora se preguntaba a cuenta de qué- podía contemplarse conversando con un grupo de rumanos alrededor de unos litros de cerveza.
Y era ahí donde se iniciaba el nebuloso vacío.
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Foto: jose rasero
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martes, 3 de noviembre de 2009


"Debemos el progreso a los insatisfechos"
Aldous Huxley

Foto: jose rasero

Escala


Ves
que no tiene sentido
nada. Y las mariposas
habitan donde antes las cucarachas.
Lo ves desde las dos perspectivas en que puedes
verlo. Y no ves más que lo que no puedes ver.

Después,
has de subir,
o bajar.

Foto: jose rasero