El improvisado combo musical había concluido un
primer pase repleto de distorsiones, pinceladas de blues, baladas clásicas y pop
cañero, y sus cuatro miembros se desparramaban ahora entre
un público entregado y cómplice. El
barman atendía sonriente y saludaba a todos en nombre de la paz mundial.
Sala malecum, malecum sala.
Aquella
noche a la guitarra de la banda había tocado un músico callejero al que todos conocían como
Gipsy, un catalán agitanado de cuarenta tacos que llevaba cosa de dos
semanas en la ciudad. Gypsy, nada más terminar la actuación, se pegó directamente como una lapa a Ernesto, un cincuentón delgado de cara afilada, amante de la música, del jazz, de los instrumentos de viento, a
quien conoció hacía un par de
noches, en aquel mismo lugar. Durante aquella primera velada, en cierto momento de la conversación, este le contó con emoción y detalle que vivía en un ático y que, dentro, tenía una verdadera joya.
-Casi
duermo con él… -había bromeado.
Se trataba
de un saxo soprano de plata, ya de por sí de gran valor. Pero lo que hacía del instrumento algo realmente único y convertía su valor en inestimable era su impresionante biografía. Tendría cerca de cincuenta
años, o más, durante los que había pasado,
entre otras -y había documentos que lo demostraban-, por las manos de Pedro
Iturralde o Jorge Pardo.
El rostro
de Gipsy, moreno y asombrado, quiso saber más sobre aquella alhaja.
-Mira, hoy
por hoy, aparte de los músicos... que los hay a patadas, pero esos no cuentan… porque son unos
muertos de hambre… bueno, tú me entiendes... o mejorando lo presente... yo qué sé... pues hay coleccionistas
que pagarían una burrada por él… hasta cinco mil euros, loco…
Estas palabras las había pronunciado Ernesto hacía dos noches, y ahora él y Gipsy se
hallaban de nuevo frente a frente en uno de los
veladores de mármol con pies de hierro que se esparcían a lo largo del
local. Gipsy -que lo había invitado a venir al primer pase- se
esforzaba en retenerlo fuese como fuese a su lado.
No podía permitir por nada del mundo que Ernesto regresara, todavía, a su ático.
-Vamos, hombre,
si es temprano, las doce y diez, tío, quédate... al menos hasta que empecemos el segundo pase… Otra copa,
va...
Y la verdad, Ernesto
se dejaba convencer sin dificultad alguna, más bien encantado, a
base de combinados de ron. Bajo un sombrero trilby
de cuero negro y con su cuarto combinado por delante, como aparecido mágicamente sobre la
mesa, Ernesto hablaba a Gipsy con voz
de estropajo:
-Echo en
falta el humo…
-¿Qué humo?
-Pues el
humo, el humo… los cigarros, los puros, los porros, la gente fumando…
-¿Y eso?
-El jazz
hay que escucharlo con humo… con mucho humo…
poca luz… ruido de vasos… gente tosiendo… yo qué sé… todo en blanco y
negro, loco…
-Nosotros
no hacemos jazz… y además… yo prefiero tocar con el aire bien limpio… o al aire
libre…
-¡Bah! –exclamó
Ernesto golpeando con fuerza el mármol con un puño.
2 comentarios:
Tras un revisionado de las entradas anteriores, creo que ya estoy al día con esta historia y oficialmente enganchada...
Gracias Esperanza. Aunque he de decirte que iré publicando un poco 'a mi bola'. Estoy con una novela y publico aquí partes o capítulos pero no necesariamente en orden ni con una periodicidad marcada. Leer por aquí lo que escribo me ayuda a reflexionar, ver errores, o atisbar caminos por donde tirar... Un saludo!
Publicar un comentario