“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, nos avisaba Baltasar
Gracián. “Y aun lo malo, si poco, no tan malo”, añadía, no sin cierta retranca. Malas artes (Q–book. 2016), de Juan José Sánchez Sandoval, es, no lo duden,
dos veces bueno, y no solo por lo fugaz.
lunes, 30 de mayo de 2016
'Malas artes', de Juan José Sánchez Sandoval
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martes, 17 de mayo de 2016
'Abdoulaye' (3)
Amada y la Bahía a sus pies que envuelve en zapatillas rosas. La mar sumida en una bruma gris y callada. Avanza Amada por el puente atirantado, descomunal y nuevo. A su
medida. Recostada en la parte trasera del autobús interurbano. Los jeans
rasgados. El mundo por montera. Amada valiente. Amada inconsciente. Amada joven
de 19. Amada bebe los vientos. Amada y los tornillos. Se mira y se admira en el
espejito de mano. El lápiz es de labios. La camiseta a rayas. Amada y las peras y el olmo.
Amada y su papá. Papá Bardavío, don Ramón. De allá viene. Del Puerto. Del reino de la infancia y de las arboledas perdidas. De las últimas voces. Sí. Los desaires. Los estrépitos. Don Ramón lo ha aclarado. Si te vas, adiós a la plata. Hola a las armas, ha dicho Amada. La simbología del portazo. Estudiante de hispánicas de día, Amada, donante de clases de español a inmigrantes de tarde, visitante de pubs, gatuperios y discotecas de noche. El olmo y la sámara. Los Nanai son minoría en la China. Amada y sus cosas. Avanza y aflora al barrio, nada descomunal, sí nuevo. Pronto comenzará la Facultad. Amada y el futuro. Amada y sus pies. Amada y los vientos. Desciende del vehículo. Chaqueta de encaje al brazo. Ha quedado para ver un piso con dos compañeras. En esa cafetería. A la una. Faltan cinco minutos. Amada canturrea. La vida es eterna. Amada y los codos. Amada y el habla. Amada estudia y lee y navega y ve televisión. Es joven y se camela. Amada sopesa en la balanza los pros y los contras. ¿De qué? Amada y el sexo a borbotones. Eso es. Y el money. Y los botarates. Y ese tal Abdoulaye. Amada y las chispas. Amada y los dedos. Amada y las llagas. Pues de qué va a ser. Del barrio. Del apartamento.
Amada y su papá. Papá Bardavío, don Ramón. De allá viene. Del Puerto. Del reino de la infancia y de las arboledas perdidas. De las últimas voces. Sí. Los desaires. Los estrépitos. Don Ramón lo ha aclarado. Si te vas, adiós a la plata. Hola a las armas, ha dicho Amada. La simbología del portazo. Estudiante de hispánicas de día, Amada, donante de clases de español a inmigrantes de tarde, visitante de pubs, gatuperios y discotecas de noche. El olmo y la sámara. Los Nanai son minoría en la China. Amada y sus cosas. Avanza y aflora al barrio, nada descomunal, sí nuevo. Pronto comenzará la Facultad. Amada y el futuro. Amada y sus pies. Amada y los vientos. Desciende del vehículo. Chaqueta de encaje al brazo. Ha quedado para ver un piso con dos compañeras. En esa cafetería. A la una. Faltan cinco minutos. Amada canturrea. La vida es eterna. Amada y los codos. Amada y el habla. Amada estudia y lee y navega y ve televisión. Es joven y se camela. Amada sopesa en la balanza los pros y los contras. ¿De qué? Amada y el sexo a borbotones. Eso es. Y el money. Y los botarates. Y ese tal Abdoulaye. Amada y las chispas. Amada y los dedos. Amada y las llagas. Pues de qué va a ser. Del barrio. Del apartamento.
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miércoles, 11 de mayo de 2016
'Abdoulaye' (2)
La avenida de adoquines da al océano y bordea el casco
antiguo de la ciudad por el flanco oeste. El lienzo de la muralla se encuentra
protegido por bloques de hormigón contra los que se estrellan las olas y los temporales
atlánticos. Si alguien salta el pequeño muro y se aventura en tal paraje conocerá
que los cubos de cemento sirven de albañal, que florece la inmundicia entre sus
recovecos y que están poblados por colonias de huraños mininos. Resulta pues un
hábitat infeccioso en el que impera lo insalubre. Y el mal olor.
Acaba de saltar ese muro y se oculta como puede en un hueco
que se abre entre los bloques. Está lloviendo. Y hace miedo.
Han pasado unos quince minutos desde el instante en que la
detonación del disparo del policía bravucón se confundió con una imprevista tromba
de agua que convirtió la plaza de las Flores en un infierno húmedo y salvaje.
Sabe Abdou que vio a Rachid abatido en el suelo. Que vio sangre junto a él.
Sabe que tropezó con un policía y que se sintió inundado por recuerdos de los
que no desea cuando me pidieron papeles y me preguntaron el nombre de mi padre
y el nombre de mi madre y el nombre mío y ellos me llevaron al calabozo para
que duerma y yo perdí mis fuerzas y mis sentimientos. Sabe que un movimiento
reflejo guio sus puños hacia aquel rostro de poder y abusos. Poco más sabe
ni quiere. El pánico le hizo atravesar como una exhalación los puestos del
mercado de abastos y alcanzar el local de las Valkirias. Sabía que a esas horas
estaría cerrado. Como también sabía que no tenía otro sitio al que acudir. Miró
a su alrededor. Se vio perdido y empapado en la calle Abreu. Había olvidado, además, su manta. Con todo lo que significa y conlleva. Y el temor creció y lo indujo a traspasar
límites y aventurarse en un terreno poco conocido para él. Tirarse por los
bloques es una expresión muy de Cádiz a la que Abdoulaye, oculto, mojado, una
mirada salvaje y felina escrutándolo desde un cercano cubo de cemento, no termina de
pillarle el sentido.
Ahora espera la llamada de Amada.
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