Llegábamos tarde. Era nuestro último día y llegábamos tarde.
Y no a cualquier evento que pudiera permitir nuestra demora. El barco rumbo a
la isla de Egina salía a las doce. En punto, nos habían subrayado. Esa fue la
razón que nos llevó a saltarnos nuestro ya tradicional desayuno en Petrálona y
a incrustarnos en el vagón de metro de la línea 1 dirección El Pireo como almas
que lleva el diablo.
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